El siguiente artículo se basa en mi reciente libro, The Life and Death of Freedom of Expression (UTP, 2024). El libro comenzó como una segunda edición de un libro que publiqué en 2000. Sin embargo, al abordar las implicaciones de la libertad de expresión en internet y las redes sociales, me convencí de que debía tratarlo como un libro distinto.
Los argumentos del libro anterior sobre el carácter social de la libertad de expresión siguen siendo los mismos (estos argumentos fueron retomados posteriormente por otros autores), pero su aplicación en nuestro entorno de comunicación, que ha cambiado drásticamente, es diferente en varios aspectos importantes.
La relación de la comunicación
Mi reflexión sobre la libertad de expresión parte de una observación sencilla: la libertad de expresión no se limita a proteger la autonomía individual frente a la intervención del Estado. Más bien, protege la libertad del individuo para comunicarse con los demás, para hablar con otros y escuchar lo que tienen que decir. El derecho del individuo consiste en participar en una actividad de naturaleza profundamente social, que implica el uso de lenguajes creados socialmente y de recursos colectivos como las calles y el internet.
Comprometerse con la libertad de expresión significa que cada individuo debe ser libre de hablar con los demás y de escuchar lo que otros quieran decir, sin interferencia del Estado.
La libertad de expresión es valiosa porque la agencia humana y la identidad emergen en el discurso, en la actividad conjunta de crear significado. Al expresarnos –al comunicarnos– damos forma a nuestras ideas y sentimientos. Llevamos nuestras ideas y sentimientos a “una conciencia más plena y clara” cuando los articulamos y los presentamos ante nosotros mismos y los demás. También los comprendemos a la luz de las reacciones de los demás. Al mismo tiempo, las perspectivas del oyente se transforman en el proceso de comprender y reaccionar a las palabras del hablante, situando esa expresión dentro de sus propios marcos de pensamiento.
Si bien el carácter social de la agencia humana rara vez se menciona en los relatos tradicionales sobre el valor de la libertad de expresión, está en la base de cada uno de ellos. Cada una de las explicaciones tradicionales sobre el valor de la libertad de expresión (las basadas en la democracia, la verdad y la autorrealización) representa una perspectiva o dimensión particular de la constitución de la agencia humana en la vida comunitaria.
Reconocer que la agencia individual y la identidad emergen en la interacción comunicativa es fundamental para comprender no solo el valor de la expresión, sino también su potencial de daño. Nuestra dependencia de la expresión –el hecho de que nuestras ideas y sentimientos toman forma al adquirir una estructura lingüística– implica que las palabras, en ocasiones, pueden ser dañinas. La expresión puede amenazar, acosar y minar la autoestima. También puede ser engañosa o manipuladora. En muchos debates sobre la protección de la libertad de expresión, la cuestión central es si una determinada forma de expresión involucra a la audiencia y fomenta un juicio independiente o si, por el contrario, la intimida, acosa o manipula.
Los principios de la libertad de expresión
Comprometerse con la libertad de expresión significa que un individuo debe ser libre de hablar con los demás y de escuchar lo que otros quieran decir, sin interferencia del Estado. Se dice que la respuesta a un discurso erróneo o perjudicial no es la censura, sino más y mejor discurso.
Es importante destacar que se considera al oyente, y no al hablante, como responsable (en tanto que agente independiente) de cualquier acción que realice en respuesta a lo que escucha, incluidas acciones perjudiciales, ya sea porque está de acuerdo o en desacuerdo con el mensaje del hablante.
Los algoritmos de los motores de búsqueda y de las redes sociales están diseñados para mantener a los usuarios en sus plataformas y expuestos a los anuncios de la plataforma.
En otras palabras, el respeto por la autonomía del individuo, ya sea como hablante u oyente, implica que el discurso no suele considerarse una causa de una acción perjudicial. Un hablante no causa daño simplemente por persuadir a su audiencia de una determinada postura, incluso si la audiencia actúa de manera perjudicial basándose en esa postura.
El compromiso con la libertad de expresión (y la negativa a tratar el discurso como una causa) se basa en la creencia de que los seres humanos son, en gran medida, racionales y capaces de evaluar afirmaciones fácticas y de otro tipo, así como en la suposición de que el discurso público está abierto a una amplia variedad de perspectivas en competencia que pueden ser evaluadas por la audiencia.
La afirmación de que el mal discurso no debe ser censurado, sino respondido con un mejor discurso, depende de ambas suposiciones: la racionalidad del juicio humano y la disponibilidad de perspectivas en competencia.
La desinformación puede no haber sido un problema significativo en un mundo en el que los medios de comunicación buscaban filtrar las afirmaciones falsas.
Un tercer supuesto, menos evidente, que sustenta la protección de la libertad de expresión es que el Estado tiene el poder efectivo de prevenir o sancionar las acciones perjudiciales de la audiencia. En ocasiones, los individuos tomarán decisiones erróneas. La disposición de la comunidad a asumir el riesgo de estos errores de juicio puede depender de la capacidad del Estado para prevenir las acciones perjudiciales de los miembros de la audiencia o, al menos, para hacerlos responsables de sus actos.
La doctrina de la libertad de expresión siempre ha permitido restringir el discurso cuando este se da en una forma y/o contexto que desalienta el juicio independiente de la audiencia o que dificulta su capacidad de evaluar las afirmaciones hechas y las implicaciones de actuar en consecuencia.
El discurso puede considerarse una causa de acción de la audiencia cuando el tiempo y el espacio para el juicio independiente se reducen drásticamente o cuando las emociones son tan intensas que los miembros de la audiencia no pueden, o es poco probable que, se detengan a reflexionar sobre las afirmaciones expuestas. Aunque la línea entre un llamamiento consciente o un argumento razonado, por un lado, y la manipulación o la incitación, por otro, puede no ser fácil de trazar (y, de hecho, es algo relativo), al menos es posible identificar algunas de las circunstancias o condiciones en las que el juicio independiente se ve significativamente limitado.
El cambiante panorama de la comunicación
¿Qué ocurre, sin embargo, cuando los supuestos que sustentan el compromiso con la libertad de expresión —sobre la racionalidad del discurso y el alcance de la interacción comunicativa— se erosionan o ven socavados por cambios más sistémicos en el discurso público, y no solo en situaciones aisladas?

En la última parte del siglo XX, dos cambios en el carácter y la estructura del discurso público plantearon desafíos significativos para la doctrina de la libertad de expresión.
- El primero fue el auge de la publicidad comercial y de estilo de vida, una forma de discurso diseñada para influir en su audiencia de manera no cognitiva, asociando un producto con un valor o un estilo de vida. Los anuncios de estilo de vida no hacen afirmaciones explícitas y, por lo general, se presentan en un contexto que limita la capacidad del espectador para reflexionar sobre sus imágenes o asociaciones. Con el tiempo, la publicidad basada en la imagen o el estilo de vida se convirtió en el modelo para otras formas de comunicación, incluido el discurso político.
- El segundo cambio fue la concentración del discurso público en un pequeño grupo de emisores y en un número limitado de perspectivas, debido a la concentración de la propiedad de los medios y al alto costo de acceso a ellos.
La aparición de internet como un canal clave para la conversación personal y el debate público pareció reducir la preocupación por el filtrado mediático y el acceso desigual a los recursos comunicativos. Internet abrió el debate público a más voces. Se volvió posible para los individuos eludir los filtros de los medios tradicionales.
Si la manipulación en la publicidad ya era una preocupación antes de la llegada de las redes sociales, ahora es un problema mucho mayor.
Si bien internet ofrece acceso a una amplia variedad de emisores y receptores, la inmensa cantidad de material publicado en línea, sin ningún filtrado, implica que los usuarios solo pueden ver una fracción mínima de lo que está disponible. Como consecuencia, los usuarios tienden a exponerse a un rango relativamente limitado de opiniones que refuerzan las creencias que ya tienen.
El acceso selectivo ocurre tanto por elección como por diseño. El hábito de acudir a fuentes que confirman las propias creencias (sesgo de confirmación) es reforzado por los algoritmos de motores de búsqueda como Google y de plataformas como YouTube y Facebook, que dirigen a los usuarios hacia sitios o publicaciones similares a los que han visitado anteriormente.
Los algoritmos de los motores de búsqueda y de las redes sociales están diseñados para mantener a los usuarios en sus plataformas y expuestos a los anuncios de la plataforma. La atención de los usuarios se capta con historias que confirman sus creencias existentes o apelan a sus sesgos, pero también con historias de carácter sensacionalista.
En plataformas como Facebook, los usuarios comparten historias con amigos cercanos, conocidos y aliados políticos – un amplio grupo de ‘amigos’, que en general piensan de manera similar. Cuando las posiciones en conflicto se forman en torno a grupos sociales específicos (vinculados a la etnicidad, la religión, la clase social o la ubicación), el debate entre grupos deja de centrarse en persuadir a los demás o comprender sus puntos de vista y se convierte en una declaración de identidad o lealtad grupal.
Las creencias de un individuo, incluso las ‘creencias’ sobre hechos concretos, a menudo no se basan en el juicio o la razón, sino en la pertenencia a un grupo. Esto significa que, aunque los usuarios de las redes sociales no estén completamente aislados de las opiniones contrarias, pueden ser incapaces o no estar dispuestos a involucrarse seriamente con ellas.
Esta división suele ser reforzada por actores corporativos y políticos con intereses en juego.
Los sitios web de noticias y opinión en los que muchas personas confían (especialmente en la derecha política) suelen proporcionar a los usuarios (des)información y opiniones que confirman su afiliación partidista, al tiempo que los animan a desconfiar de otras fuentes, calificándolas de ‘noticias falsas’. Así, incluso cuando los miembros de un grupo están expuestos a las posturas y afirmaciones de ‘la otra parte’, es posible que simplemente las descarten.
Un número creciente de personas rechaza las autoridades tradicionales y desconfía de los “expertos” y los medios de comunicación “dominantes”. Hay poco terreno común en la comunidad sobre los hechos o la fiabilidad de las distintas fuentes de información, lo que ha dificultado la discusión de los problemas y la posibilidad de llegar a acuerdos o compromisos en las políticas públicas.
El colapso del consenso sobre las fuentes de información o la experiencia especializada nos recuerda que los enfoques tradicionales sobre la libertad de expresión suelen centrarse en el juicio directo y personal del individuo sobre ideas y hechos, mientras ignoran su juicio sobre las fuentes y la credibilidad de los expertos: a quién o qué confiar. En ausencia de un acuerdo sobre qué fuentes son confiables, el debate público sobre temas como el cambio climático o la seguridad de las vacunas se vuelve imposible.
Daño en línea y los límites de la ley
El traslado a las redes sociales como la principal plataforma de participación pública ha aumentado las formas en que el discurso puede ser perjudicial, al mismo tiempo que ha debilitado la eficacia de las respuestas legales tradicionales frente al discurso dañino. Formas de expresión que en el pasado no se consideraban lo suficientemente perjudiciales como para justificar su restricción legal, se han vuelto más peligrosas en el mundo digital.

La desinformación puede no haber sido un problema significativo en un mundo en el que los medios de comunicación intentaban filtrar las afirmaciones falsas. Hasta hace poco, la prohibición legal de la desinformación se limitaba a tipos específicos de engaño o falsedad, como la publicidad engañosa y la difamación.
En el mundo digital, sin embargo, las afirmaciones falsas o engañosas se propagan rápida y masivamente entre personas que a menudo no están en condiciones de evaluar su fiabilidad ni la credibilidad de su fuente. Como consecuencia, la desinformación se ha convertido en un problema mucho más grave para el discurso público.
Si la manipulación en la publicidad ya era una preocupación antes de la llegada de las redes sociales, ahora es un problema mucho mayor. El uso de los datos recopilados por las plataformas de internet y los motores de búsqueda ha permitido a los anunciantes, tanto comerciales como políticos, dirigir sus anuncios a grupos cada vez más específicos. No solo estos anuncios microsegmentados apelan de manera más efectiva a los sesgos y temores del público, sino que además suelen estar ocultos a la vista general, escapando así al escrutinio público. El uso de publicidad microsegmentada en campañas electorales, en particular, ha generado preocupaciones sobre la integridad del proceso electoral.
Las prohibiciones legales sobre el insulto o el acoso generalmente se han restringido a contextos muy específicos, como el ámbito laboral, donde las personas afectadas no pueden evitar fácilmente la exposición directa y personal a comentarios denigrantes. Sin embargo, en el mundo digital, el discurso insultante o denigrante, aunque no ocurra cara a cara o en un entorno cerrado, puede ser repetitivo, difícil de evitar, ampliamente difundido y persistente en el tiempo.
En el pasado, la comunicación incivil se ha tolerado como un costo necesario para la protección de la libertad de expresión, permitiendo a los individuos expresar emociones intensas o desafiar las convenciones del debate público. Sin embargo, el discurso de acoso se ha vuelto tan común, tan agresivo y tan difícil de evitar que amenaza con socavar el discurso público al intimidar a los usuarios hasta el silencio o expulsarlos de las plataformas de redes sociales.
El discurso de odio ahora se difunde de manera amplia y rápida a través de redes cada vez más grandes de amigos o aliados.
Incluso si consideramos que una forma particular de discurso es perjudicial y debería ser regulada, las respuestas legales tradicionales parecen ser inadecuadas para abordar el problema. Los procesos penales y las demandas civiles son demasiado lentos y engorrosos para hacer frente a discursos dañinos en línea, que a menudo se publican de manera anónima y se difunden rápida y masivamente.
Ante la incapacidad de supervisar el enorme volumen de material en línea, el Estado ha comenzado a trasladar la responsabilidad a las propias plataformas, confiando en cierta medida en su experiencia e infraestructura para filtrar contenido ilegal. La regulación del contenido en línea puede adoptar diversas formas, entre ellas:
Dado que las grandes plataformas de redes sociales deben recurrir a sistemas automatizados para revisar el contenido (debido al enorme volumen de material publicado diariamente y a la rapidez con la que puede propagarse), sus “decisiones” inevitablemente serán imperfectas: a veces eliminarán contenido que no es ilegal y, en otras ocasiones, pasarán por alto material que sí lo es. El objetivo de la co-regulación, entonces, es simplemente gestionar los riesgos sistémicos y garantizar que se ejerza la “debida diligencia” en la creación y aplicación de estos procesos.
El futuro de la libertad de expresión
¿Qué futuro tiene el derecho a la libre expresión en este cambiante panorama comunicativo?
Confiar en que “más discurso” es la respuesta al mal discurso –a afirmaciones falsas o engañosas– parece insuficiente en un entorno comunicativo cada vez más fragmentado, donde una parte significativa de la población no solo es receptiva a las ‘noticias falsas’ y teorías de conspiración, sino que además muestra hostilidad hacia opiniones contrarias y evidencia que contradiga sus creencias. A esto se suma el hecho de que plataformas privadas emplean algoritmos que destacan ciertas publicaciones y perspectivas mientras minimizan otras.
Considerar la situación actual simplemente como una crisis de la libertad de expresión, como un fracaso en la protección del debate libre y abierto o como un problema de censura excesiva o injustificada por parte del Estado es malinterpretar la gravedad del problema y proponer soluciones que podrían ser contraproducentes. La principal amenaza para el discurso público ya no es la censura (y en particular la censura estatal), al menos no como se entiende en el modelo tradicional de libertad de expresión, sino más bien el bombardeo de desinformación (dirigida) que está minando nuestra capacidad de discernir la verdad y la justicia, así como nuestra disposición a dialogar con quienes tienen opiniones diferentes.
Existen algunas posibles respuestas legislativas a esta crisis, pero están lejos de ser perfectas y, aun así, resulta difícil ser optimista respecto a nuestra disposición a aplicarlas. Sin embargo, nuestra supervivencia como comunidad política democrática depende de nuestra capacidad para abordar estos problemas.
No necesitamos llegar a un acuerdo sobre todos los temas públicos importantes, pero sí debemos ser capaces de dialogar entre nosotros sobre estas cuestiones, de una manera que reconozca que todos formamos parte de un proyecto político común.