Un cóctel molotov surca la noche en Santiago durante las protestas de 2019 contra la desigualdad; una porra impacta los ojos de una joven en Teherán, en octubre de 2022, después de atreverse a protestar por la muerte de Mahsa Amini bajo custodia policial. En Gaza, bloques enteros de apartamentos son arrasados por bombardeos mientras los periodistas debaten la terminología: ¿conflicto, guerra o genocidio? En Atlanta, la policía mata a un defensor del bosque en 2023 durante una protesta contra la construcción de “Cop City”, lo que genera indignación en algunos sectores y apatía en otros. Mientras tanto, en París, ese mismo año, manifestantes prenden fuego a montones de basura y se enfrentan con la policía por las reformas de las pensiones; algunos lo llaman resistencia democrática, otros lo llaman caos.
Estas imágenes circulan rápidamente. Exigen una reacción. Reclaman ser nombradas: violencia. Pero, ¿son lo mismo? ¿Quién decide? ¿Quién las narra? ¿Y qué papel juega el lugar—en el mapa y en la imaginación moral—a la hora de moldear nuestras respuestas?
La pregunta—¿la violencia está más determinada por el lugar o por la percepción?—surge en medio de una crisis global de interpretación moral. Nuestras vidas cotidianas están inundadas de imágenes, filtradas por algoritmos y distorsionadas por sesgos ideológicos. En este constante desenfoque, la violencia no se revela fácilmente; debe ser nombrada, señalada, visibilizada—o desaparece entre el ruido. La violencia ya no habla por sí sola. Su significado se construye en el momento en que se presencia, y en el encuadre que le sigue.
Para entender la violencia hoy, no basta con trazar un mapa de dónde ocurre; debemos preguntarnos también cómo se enmarca, quién lo hace y con qué propósito.
Esto importa hoy más que nunca. Los actores políticos utilizan la etiqueta de violencia para criminalizar la disidencia o legitimar el uso de la fuerza. Periodistas, activistas y académicos se enfrentan por la terminología mientras la gente sangra. La injusticia se vuelve visible o se borra, según de quién sea el sufrimiento que cuenta, qué historia circula y dónde ocurre la violencia.
En este ensayo, responderé a esta pregunta mostrando que, si bien el lugar importa—porque configura las posibilidades, las historias y las implicaciones de la violencia—es la percepción la que le da su textura moral. Comprender la violencia hoy exige más que trazar su geografía. Requiere interrogar las lentes a través de las cuales la observamos y la política que decide qué se vuelve visible y qué queda enterrado.
Conceptos: Violencia, Lugar y Percepción
En su forma más básica, la violencia se define como el uso intencional de la fuerza física para causar daño. Pero eso es solo el comienzo. La violencia no es un hecho neutral; es un juicio. Es una etiqueta que se adjudica a acciones, intenciones y consecuencias, y que siempre pasa por el filtro de la interpretación. Lo que se llama violencia—y lo que pasa desapercibido—depende por completo de quién formula la pregunta y desde dónde la formula.
Los académicos han ampliado desde hace tiempo el marco: Johan Galtung distingue entre violencia directa y violencia estructural, que es el desgaste lento e invisible de vidas a través de la pobreza, el racismo y la exclusión. Frantz Fanon escribió sobre la violencia colonial y la interpretó no solo como represión física, sino también como una guerra psicológica. Luego está la violencia simbólica, tal como la describió Pierre Bourdieu: el poder sutil de las normas, las reglas y el lenguaje que determinan lo que es aceptable, quién tiene credibilidad y quién es prescindible.
Para preguntar si la violencia está más determinada por el lugar o por la percepción, primero debemos aclarar qué significan estos términos. El lugar indica una ubicación física, pero también está vinculado al contexto político, las condiciones históricas y las estructuras institucionales. La violencia en una zona de guerra implica supuestos distintos que la violencia en un centro comercial. Un ataque en Kiev se interpreta de manera diferente que uno en Yemen, incluso si el arma es la misma.
La percepción, por otro lado, tiene que ver con el encuadre: quién nombra la violencia, cómo se narra y cómo se recibe. ¿Está moldeada por los medios, la ideología, la raza, la clase y las alianzas geopolíticas? Una piedra lanzada por un adolescente palestino y un misil disparado por el ejército israelí pueden ambos matar, pero rara vez se informan, o se recuerdan, de la misma forma.
El peligro de las definiciones universales es que pueden ocultar estos matices importantes. Aplanan el significado y borran la política. Llamar algo “violencia” no es simplemente describir; es tomar una postura, hacer una afirmación y, con frecuencia, asignar una culpa. El concepto siempre hace más de lo que parece.
Lugar: el contexto material e histórico
La violencia no surge de la nada. Echa raíces en terrenos específicos moldeados por legados coloniales, desarrollo desigual, represión estatal y exclusión económica. El lugar importa porque establece las condiciones de posibilidad: qué tipo de violencia estalla, cuál se tolera y cuál se silencia.

Tomemos la violencia de los carteles en México. No es un estallido caótico, sino el resultado de la complicidad del Estado, una política antidrogas militarizada y promesas económicas incumplidas que se remontan décadas atrás. La ubicación—tanto geográfica como política—moldea cómo opera la violencia: quién la ejerce, quién la sufre y quién se beneficia. Pensemos, por ejemplo, en la brutal represión de las protestas en Myanmar tras el golpe militar de 2021, o en la continua represión de los uigures en Turkestán Oriental bajo el régimen autoritario chino. En ambos casos, el autoritarismo, las dinámicas de poder regional y la indiferencia internacional determinan no solo las formas que toma la violencia, sino también quiénes se convierten en su blanco.
Algunos lugares son tratados sistemáticamente como zonas donde la violencia se normaliza o se vuelve invisible. Gaza, una vez más, no es solo un escenario de conflicto activo. Es una jaula, cerrada por décadas de bloqueo, vigilancia y bombardeos. La geografía material de la ocupación hace que la violencia sea constante y rutinaria. Y sin embargo, ese mismo espacio es despojado de su contexto en los relatos internacionales y reducido a acciones aisladas sin historia.
Incluso dentro de las democracias liberales, la violencia se manifiesta de forma desigual según el espacio. La vigilancia policial en los suburbios estadounidenses se ve muy distinta de la que se ejerce en los barrios urbanos afroamericanos. La decisión de la ciudad de Atlanta de arrasar parte de un bosque para construir un enorme centro de entrenamiento policial, “Cop City”, es una decisión espacial enraizada en el capitalismo racial, la gentrificación y la militarización de la seguridad pública. Pero aunque el lugar explica dónde ocurre la violencia y por qué, no basta para entender cómo se percibe o siquiera si se reconoce. Para eso, necesitamos deconstruir la percepción.
Percepción: el poder de ver, nombrar y sentir la violencia
Una mujer es arrojada al suelo y golpeada por la policía por la forma en que lleva el hiyab. Para ella, esto no es una “imposición de normas culturales”; es dolor, miedo y humillación.

Un ataque con dron de EE. UU. destruye una casa en Afganistán, matando a una familia inocente entera. Para quienes quedan, no es “daño colateral”; es un niño que nunca volverá y una madre enterrada entre escombros. Lo llamemos imposición, error o estrategia, los nombres que damos a estos actos moldean lo que el mundo reconoce como violencia y lo que decide ignorar.
Los medios juegan un papel central en moldear qué se ve, cómo se interpreta y qué sufrimiento cuenta. La cobertura de la invasión rusa a Ucrania generó una empatía global sin precedentes, sanciones inmediatas y ayuda militar legitimada. Mientras tanto, la violencia persistente en Sudán, Etiopía o Cisjordania lucha por abrirse paso entre el ruido. La cámara no solo graba; selecciona, enmarca y presenta. Y con ello, ciertos tipos de violencia se convierten en crisis morales—y otros en ruido de fondo.
Nombrar y enmarcar: cuando la violencia se oculta a plena vista
La percepción también está racializada. Las víctimas negras de la violencia policial en Estados Unidos a menudo son retratadas como amenazas, peligrosas, desobedientes o, de algún modo, responsables de su propia muerte. El asesinato de George Floyd rompió con esa narrativa, pero solo gracias a un video de celular, de nueve minutos, grabado por una adolescente. Sin esas imágenes, la versión oficial habría enterrado la verdad. La visibilidad lo cambió todo.
La percepción también está marcada por el género. Cuando las mujeres en Polonia protestan contra leyes de aborto draconianas, o cuando madres en América Latina marchan por sus hijos desaparecidos, son tachadas de emocionales, irracionales o manipuladas. La violencia que denuncian—abandono estatal, control patriarcal, impunidad institucional—es más difícil de reconocer, precisamente porque es lenta, sistémica e íntima. No genera imágenes impactantes, así que pasa desapercibida.
Lo mismo ocurre con las personas trans. Cuando una persona trans es acosada en el transporte público o se le niega atención médica, se minimiza como incomodidad o burocracia. Su dolor se reformula con demasiada facilidad como provocación. La violencia que enfrentan—borrado legal, exclusión social y agresiones físicas—permanece en gran medida invisible, a menos que se convierta en espectáculo.
También está el papel del poder en la narrativa de la violencia. Los Estados suelen monopolizar el derecho a definir qué se considera fuerza legítima. Una represión policial se convierte en “restablecer el orden”. Una ocupación militar se presenta como “asegurar la paz”. Mientras tanto, manifestantes que lanzan piedras pueden ser rápidamente etiquetados como terroristas, saqueadores o agentes extranjeros. El mismo acto—incendiar un edificio gubernamental—puede ser heroico en China, criminal en Hong Kong y trágico en Minneapolis, según quién lo cuente y quién lo observe.
La percepción es visceral, no solo teórica. Y está moldeada por el relato. Está determinada por quién logra que su versión tenga visibilidad, de quién se cree el sufrimiento y de quién se descarta la rabia. En este sentido, la percepción no es solo ver pasivamente. Es construir activamente significado.
Intersecciones y ambigüedades
El lugar y la percepción no son fuerzas separadas, porque se entrelazan. Una moldea a la otra. A veces se alinean: la represión estatal en regímenes autoritarios como Irán o Myanmar es fácilmente reconocida como violencia por observadores externos. Pero muchas veces, chocan. En las democracias liberales, donde se asume el Estado de derecho, la violencia puede volverse más difícil de nombrar, incluso cuando ocurre a plena vista.

Por ejemplo, en Francia, donde las protestas contra la reforma de las pensiones se volvieron violentas en 2023. La policía utilizó gases lacrimógenos, porras y detenciones masivas. En otro contexto, esto podría verse como un abuso autoritario. Pero en París, con su reputación de cultura de protesta y vitalidad democrática, el relato se divide: algunos ven un control estatal justificado, otros ven una represión en aumento.
Algunas formas de violencia se ocultan a plena vista porque no encajan en el molde moral dominante. Dejar que los migrantes se ahoguen en el mar es violencia. Cortar el acceso a la salud para trabajadores indocumentados es violencia. Estos actos pueden no ser ruidosos ni espectaculares, pero matan, hieren y traumatizan. El peligro es que no parecen violencia para algunas personas. Parecen decisiones de política pública, trámites administrativos y control fronterizo.
Los activistas y movimientos actúan precisamente en esta intersección, donde su labor es crucial para hacer visible lo invisible. Colectivos feministas que cuentan feminicidios, activistas medioambientales que mapean zonas tóxicas, organizaciones negras que graban controles policiales—todos resisten la violencia nombrándola, mostrándola y redefiniéndola. Luchan para que la percepción alcance a la realidad.
¿Lugar o percepción? Por qué la percepción tiene más peso
Entonces, ¿la violencia está más determinada por el lugar o por la percepción? El peso se inclina hacia la percepción. El lugar es fundamental porque prepara el escenario. Pero la percepción dirige la escena. La violencia no surge simplemente de la geografía; se vuelve comprensible, moral y política a través de los lentes con que se interpreta. La percepción determina qué se considera violencia, quién es visto como víctima o agresor, y si un acto exige justicia, castigo o aplauso.
El lugar importa porque construye las estructuras de poder, exclusión y exposición. Pero sin percepción, la violencia corre el riesgo de permanecer invisible o ser mal nombrada. Una protesta reprimida en Teherán y otra en Atlanta pueden desarrollarse en contextos políticos muy distintos, pero la forma en que las interpretamos depende de algo más que la geografía. Depende del relato, del poder y de la creencia.
Para entender la violencia hoy, no basta con trazar un mapa de dónde ocurre; debemos preguntarnos cómo se enmarca, quién lo hace y con qué fin. Esta es la razón por la cual la sociología de la violencia nunca trata solo del acto. Se trata de la historia que se cuenta después.