Sobre el libro: South Sudan’s Fateful Struggle: Building Peace in a State of War, de Steven C. Roach, publicado por Oxford University Press en 2023. Galardonado con el premio Outstanding Academic Title 2024 de la revista Choice.
¿Cómo pasó la pacífica secesión de Sudán del Sur de Sudán a convertirse tan rápidamente en violencia y una guerra prolongada? Cuando visité el país por primera vez en 2013, hablé con muchos funcionarios gubernamentales y civiles sobre las preocupantes señales de luchas políticas internas. En julio, por ejemplo, el presidente Salva Kiir había destituido a su vicepresidente, Riek Machar, y las tasas de inflación y desempleo se disparaban debido a la decisión del gobierno de cerrar los oleoductos que conectaban las instalaciones petroleras de Sudán del Sur con el puerto del mar Rojo.
Seis meses después, estallaría la guerra civil entre las fuerzas gubernamentales y rebeldes, desplazando a casi 4,4 millones de personas y causando la muerte de cerca de 400.000. En mi libro, sostengo que la repentina aparición de la violencia brutal fue el resultado de varios problemas no resueltos derivados del pasado colonial de Sudán del Sur, la segunda guerra civil en Sudán (1983-2005) y el Acuerdo General de Paz (CPA, por sus siglas en inglés).
La militarización de la sociedad no fue solo el resultado de años de guerra, sino el obstáculo estructural para la construcción y desarrollo de nuevas instituciones para gobernar la región.
Gran parte de mi investigación sobre estos temas se basa en aproximadamente 300 entrevistas realizadas entre 2019 y 2020 cuando me desempeñé como experto en el país para el equipo de trabajo de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) en Sudán del Sur. Además, recurro a varios documentos primarios y encuestas para mostrar cómo la prolongada inestabilidad y violencia crearon una situación en la que los líderes vincularon su supervivencia política al mantenimiento de dicha inestabilidad.
Para comprender este paradoxo del poder—el uso de la inestabilidad para aferrarse al poder, o lo que llamo “construir la paz en un Estado de guerra”—exploro en detalle el auge de las redes informales de clientelismo del país, los efectos traumáticos de la guerra, la consolidación del poder en una sola organización política y los fallidos esfuerzos internacionales por llevar la paz y la democracia al país.
Legado colonial
Después de que las tropas británicas expulsaran a las fuerzas mahdistas (un movimiento nacionalista islámico) de Sudán en la década de 1890, Gran Bretaña y Egipto establecieron el Condominio Anglo-Egipcio, una asociación entre ambos países que permitió a Gran Bretaña utilizar su influencia militar sobre Egipto para moldear los asuntos en Egipto y Sudán.

En el sur de Sudán, el Reino Unido (RU) implementó una política de gobierno indirecto en la que dedicó pocos, si acaso algún recurso, a la administración de los asuntos de los sudaneses del sur. En el norte de Sudán, sin embargo, los británicos mostraron un mayor interés, invirtiendo la mayoría de sus recursos en su infraestructura. La disparidad en el interés no fue solo estratégica: también reflejaba las actitudes racistas hacia los sudaneses del sur, a quienes los funcionarios británicos veían como atrasados y salvajes.
Los británicos también intentaron manipular las identidades políticas de los grupos tribales, particularmente entre los dos grupos mayoritarios, los dinka y los nuer.
El objetivo, al parecer, era evitar que los grupos tribales se unieran para oponerse al dominio británico. Sin embargo, al pacificar a los sudaneses del sur, los británicos justificaron su abandono económico y social de la región meridional de Sudán. El legado de este abandono y división acabaría por dar lugar a la formación de dos identidades nacionalistas: la sudanesa del norte y la sudanesa del sur.
La independencia de Sudán y sus guerras civiles
En el capítulo 2, me centro en el problemático legado del colonialismo británico. En 1956, el pueblo sudanés finalmente obtuvo su independencia de los británicos. Aunque este evento marcó el fin del régimen opresivo británico en Sudán, también dio inicio a un ciclo de violencia entre el Norte y el Sur. De hecho, el nuevo gobierno sudanés adoptó muchas de las mismas políticas brutales para controlar las ciudades del Sur (es decir, detenciones arbitrarias, abusos y el uso indiscriminado de la violencia).
En la ciudad de Torit, por ejemplo, las tropas sudanesas del Cuerpo Ecuatorial se rebelaron contra las fuerzas del gobierno, lo que llevó a la masacre de casi 350 sursudaneses. Los rebeldes sursudaneses que lograron escapar de la contraofensiva del gobierno procedieron a formar el Anyanya (que se traduce como "veneno de serpiente"), una milicia del sur que luchó por la secesión en la primera guerra civil de Sudán (1962-1972).
El Anyanya veía la violencia como un medio para la liberación, o lo que Franz Fanon, revolucionario y destacado intelectual de la Guerra de Independencia de Argelia (1955-1962), denominó "el medio absoluto de la violencia". Esta inquebrantable fe en la secesión prolongó la guerra, permitiendo que una facción más moderada del movimiento de resistencia del sur negociara un acuerdo de paz con Gaafar el-Nimeiri, el presidente de Sudán, que estableció un gobierno autónomo en el Sur.
El acuerdo creó una asamblea regional, exigió el desarme total y la reentrenamiento del Anyanya, y permitió a Nimeiri excluir al Sur de proyectos clave que afectaban a sus habitantes, incluida la construcción del canal de Jonglei, que desviaría el cauce del Nilo Blanco. Para 1983, Nimeiri intensificó su dominio intervencionista imponiendo la Sharía (ley islámica) en el Sur, mayoritariamente cristiano, y dividiendo la región sureña en tres provincias separadas.
Las políticas opresivas de Nimeiri pronto provocaron una revuelta en el sur. John Garang Marbior—un coronel del Ejército sudanés que había desertado de su batallón en el Sur—fundó el Movimiento de Liberación del Pueblo Sudanés (SPLM). Miembro del grupo étnico dinka, Garang era un líder dinámico y carismático que concebía un “Nuevo Sudán”, un país democrático y pluralista para contrarrestar el “Viejo Sudán”, un Estado sudanés opresivo y autoritario. Entre 1983 y 1987, logró consolidar su ejército y lanzar ataques exitosos contra las Fuerzas Armadas de Sudán (SAF) en las provincias de Bahr el Ghazal y Ecuatoria Central.
Pero el liderazgo autoritario de Garang también generó tensiones étnicas y políticas dentro del Movimiento/Ejército de Liberación del Pueblo Sudanés.
Para 1991, el SPLM se había dividido en dos grupos: el SPLM-Nasir, liderado por Riek Machar y Lam Akol, y el SPLM-Gobierno, dirigido por Garang. Ambos se acusaban mutuamente de traicionar la causa del sur, que, para la facción Nasir, de base nuer, significaba la secesión de Jartum (y no la reforma de un nuevo Estado sudanés) y la defensa de los derechos humanos de todos los grupos étnicos.
Como se demostró, ambos bandos fueron culpables de violaciones de los derechos humanos, saqueos, obstrucción de la ayuda humanitaria y cobro de impuestos en las fronteras que controlaban. Sin embargo, fue Machar, un comandante y miembro del grupo nuer, quien, al aliarse con el gobierno sudanés en 1996, quedó aislado y se convirtió en persona non grata para su propio pueblo. En 2001, Garang le permitió, a regañadientes, reintegrarse al SPLM, que, tras 10 años de luchas internas, volvió a unificarse y se comprometió a poner fin a la guerra entre el Norte y el Sur.
Un Estado cleptocrático
En 2005, ambas partes firmaron el Acuerdo General de Paz, poniendo fin oficialmente a la segunda guerra civil en Sudán. Este acuerdo abarcaba un conjunto amplio de disposiciones, incluyendo protocolos para la resolución de disputas fronterizas en zonas administradas donde se había descubierto petróleo, como Abyei, y otorgaba a los sursudaneses la opción de unirse a Sudán o separarse. El SPLM optó por la secesión y, al consolidar su poder en las elecciones de 2010, encaminó al país hacia la independencia.

Pero la transición a la condición de Estado estuvo lejos de ser sencilla. De hecho, como muestro en el capítulo 3, el proceso estuvo marcado por dificultades desde el principio, no solo debido a las profundas divisiones internas dentro del SPLM, sino también porque los líderes y ciudadanos del sur estaban mal preparados para asumir el cambio. Muchos líderes y funcionarios regionales parecían eludir su responsabilidad cívica, viendo la transición como una oportunidad para enriquecerse con el enorme flujo de ingresos petroleros.
En pocos años, numerosas viviendas espaciosas aparecieron en las afueras de Yuba, la capital del país, donde las calles estaban llenas de vehículos todoterreno. Como se descubrió más tarde, gran parte de los ingresos petroleros nunca se invirtió en el desarrollo de infraestructuras; en su lugar, fueron a parar directamente a los bolsillos o cuentas personales de los líderes del gobierno. En 2011, por ejemplo, se estimaba que solo 60 kilómetros de carreteras en todo el país estaban pavimentados.
Muestro cómo los líderes gubernamentales llegaron a depender de redes informales de clientelismo para reforzar su base política de apoyo.
La corrupción endémica privó al país del capital social necesario (redes funcionales o comunidades) para construir sus instituciones. Además, apenas había mecanismos para rastrear el dinero desaparecido. En 2013, Kiir creó una comisión investigadora para examinar las denuncias de contratos gubernamentales fraudulentos, pero la comisión nunca llevó a cabo investigaciones formales.
Simplemente no había voluntad de investigar, ya que los propios investigadores eran corruptos y no querían incriminarse a sí mismos. Al final, los líderes corruptos no vieron la paz como un momento para construir instituciones, sino como una oportunidad para sacar todo lo que pudieran, temiendo el regreso de la guerra. Los años de conflicto habían generado así un instinto de supervivencia política que moldearía el gobierno autoritario del país y sus divisivas redes de clientelismo.
Clientelismo militarizado
La gran pregunta que abordo en el capítulo 4 es cómo pueden lograrse la unidad y estabilidad nacional cuando sus líderes obtienen beneficios dividiendo al país a lo largo de líneas étnicas. Mahmood Mamdani, un destacado politólogo, sostiene que esta dimensión étnica del clientelismo se remonta a la política colonial británica, que dividió y avivó el conflicto entre los numerosos grupos tribales del sur de Sudán.

En el capítulo, muestro cómo los líderes gubernamentales llegaron a depender de redes informales de clientelismo para fortalecer su base política. El clientelismo en Sudán del Sur, al igual que en otros países en desarrollo profundamente divididos como la República Democrática del Congo, Burundi y la República Centroafricana, se refiere a una red de grupos que compiten por la lealtad de los soldados y la financian, en gran medida, a lo largo de líneas étnicas.
Los líderes de Sudán del Sur siguen dependiendo principalmente de habilidades e instintos militares para gobernar.
El "clientelismo monetizado", para tomar prestado el término de Alex de Waal, es un mercado político impulsado por el miedo y el incentivo económico financiado en gran medida con dinero y bienes robados. En el caso de Kiir, esto implica destinar una parte del presupuesto nacional al pago de sus soldados y funcionarios dinka. En resumen, el clientelismo desvía fondos que podrían destinarse a bienes públicos y desarrollo de infraestructuras hacia el fortalecimiento de milicias en líneas tribales, lo que conduce a la militarización de la sociedad.
La militarización resalta la primacía de las herramientas militares para gobernar un país. En mi opinión, la monetización solo captura la influencia principal de los incentivos económicos. Para abordar este límite en los estudios sobre clientelismo, formulo el concepto de "clientelismo militarizado" para mostrar cómo la militarización aprovecha de manera activa (y autónoma) la intimidación, la disciplina militar y el miedo en el proceso clientelar.
Como se mencionó anteriormente, los líderes de Sudán del Sur siguen dependiendo principalmente de habilidades e instintos militares para gobernar. Peter Nyaba, miembro del SPLM, fue uno de los primeros académicos en demostrar cómo esta militarización inculcó una falta de disposición al compromiso en los líderes. Para Nyaba, esta militarización es la razón por la que nunca surgió un ala política verdaderamente autónoma del SPLM para gobernar el país. En efecto, la militarización de la sociedad no fue simplemente el resultado de años de guerra, sino el obstáculo estructural para la creación y desarrollo de nuevas instituciones para gobernar la región.
En mi libro, propongo una serie de amplias recomendaciones para replantear el futuro del país.
Claramente, gran parte de la culpa recae en potencias extranjeras y donantes internacionales, como la Troika y las Naciones Unidas, que trataron a Sudán del Sur como un activo estratégico para contrarrestar un Norte musulmán y hostil (es decir, el islamismo).
En efecto, los principales donantes estratégicos internacionales ignoraron la verdadera causa y consecuencia de la corrupción y el fracaso final de Sudán del Sur: su sistema de clientelismo basado en tribus, que tomó forma debido a, y no a pesar de, las numerosas violaciones de derechos humanos perpetradas por la élite gobernante.
Violaciones de derechos humanos
En 2014, en el punto álgido de la guerra civil, el gobierno creó el Comité de Gestión de Crisis para sensibilizar sobre los efectos económicos y políticos del conflicto. Sin embargo, la comisión, en la práctica, hizo poco o nada para investigar la corrupción. Además, no se pudo justificar el destino de los millones de dólares asignados al comité. Al mismo tiempo, seguían surgiendo más pruebas de las violaciones de derechos humanos cometidas por el gobierno nacional y las fuerzas rebeldes durante la guerra civil.

El Consejo de Derechos Humanos, la Comisión de Investigación de la Unión Africana y el Panel de Expertos de la ONU sobre Sudán del Sur documentaron abusos generalizados cometidos tanto por el gobierno como por las fuerzas rebeldes. En su informe de 2016, por ejemplo, el Consejo de Derechos Humanos concluyó que había pruebas sustanciales que vinculaban al gobierno con grupos de milicias irregulares responsables de violaciones en grupo y masacres.
También se informó que el gobierno nacional había enviado tropas a escuelas primarias, donde obligaron a niños de tan solo 8 años a unirse al ejército, a pesar de ser miembro de la Convención sobre los Derechos del Niño. En una encuesta que mi colega y yo realizamos en Yuba en 2015, casi el 60 % de los encuestados indicó que era aceptable reclutar niños durante tiempos de guerra; sin embargo, el mismo porcentaje consideró que estaba mal reclutarlos en tiempos de paz. Concluimos que esta aceptación matizada de la violencia era el resultado de las profundas raíces culturales de la violencia en el país.
Si la ausencia de mecanismos de justicia es necesaria para la transición a la paz y para fomentar la confianza en las negociaciones, ¿cuál debería ser el papel de la justicia en la promoción de la paz y la estabilidad a largo plazo?
Como me dijo un juez sursudanés, todavía existen muchas “normas culturales repugnantes” que se practican en Sudán del Sur (aunque principalmente en las zonas rurales). Esto incluye el matrimonio infantil (ritos de dote), la violencia de género y el reclutamiento de niños. Cambiar estas normas se ha convertido en una prioridad para muchas organizaciones de la sociedad civil que buscan reformar el alcance y la esencia del derecho consuetudinario, según lo estipulado en la Constitución Transitoria de Sudán del Sur. En particular, esto ha implicado integrar el derecho consuetudinario local (que no está escrito) con el derecho estatutario que codifica la protección de los derechos humanos. La Sociedad de Derecho de Sudán del Sur, por ejemplo, ha capacitado a varios jefes tribales para que apliquen las normas de derechos humanos del derecho estatutario en sus decisiones sobre asuntos tribales.
Sin embargo, sus esfuerzos han hecho poco para cambiar el ciclo de violencia a nivel nacional. Para mí, esto plantea la inquietante cuestión de si el país podrá alguna vez lograr la rendición de cuentas moral y legal de los perpetradores de violencia y, en el proceso, poner fin a lo que se ha convertido en una arraigada “cultura de impunidad”, es decir, la ausencia de mecanismos efectivos de disuasión legal y moral, que solo fomenta las violaciones de derechos humanos.
Responsabilidad penal
En la segunda parte del capítulo 5, analizo en detalle algunos de los desafíos para responsabilizar a los perpetradores de violaciones de derechos humanos. En 2015, ambas partes en conflicto firmaron el Acuerdo sobre la Resolución del Conflicto en Sudán del Sur, que estableció la propuesta de un Tribunal Híbrido de Crímenes de Guerra en Sudán del Sur (HCSS) y la Comisión para la Verdad, la Reconciliación y la Sanación (CTRH).

Kiir expresó su posición sobre el tema en un artículo publicado en el New York Times en julio de 2016 (Machar figuraba como coautor, pero negó haber participado en su redacción). En dicho artículo, argumentó que, si bien la creación de un tribunal de crímenes de guerra desestabilizaría al país, una comisión de la verdad patrocinada por el Estado abordaría de manera efectiva las atrocidades del pasado, o lo que Kiir ha promovido como el proceso de perdonar para olvidar.
El llamado de Kiir se produjo poco después de que la asamblea nacional aprobara la creación de un tribunal de crímenes de guerra. Sin embargo, temiendo que él mismo pudiera ser juzgado por crímenes de guerra, dejó la propuesta sin firmar durante un tiempo antes de finalmente ratificarla a principios de 2021. Muchos anticipan que hará lo mismo que con las elecciones y la constitución permanente: retrasar su implementación (lo que efectivamente ha hecho).
No es sorprendente que cada vez más actores internacionales y regionales se pregunten qué pueden hacer para presionar a Kiir a implementar el tribunal. Por su parte, la Unión Africana ha instado a Kiir a poner en marcha el tribunal, pero ha hecho poco para utilizar sus propios recursos con el fin de responsabilizar a los perpetradores. El Consejo de Paz y Seguridad de la Unión Africana (AUPSC, por sus siglas en inglés) tiene, por ejemplo, la facultad de establecer un tribunal de crímenes de guerra. Sin embargo, dado el respeto de la UA por los líderes de los Estados africanos, parece poco probable que el AUPSC ejerza esta opción.
¿Cómo se puede disuadir a los líderes de seguir ejerciendo la misma violencia cuando esa misma violencia les permitió mantenerse en el poder?
Las demoras y la falta de voluntad reflejan un debate mucho más amplio sobre la paz frente a la justicia en el país. Los activistas de derechos humanos, por ejemplo, sostienen que la paz no puede desvincularse de la implementación de mecanismos de justicia (es decir, tribunales de crímenes de guerra y comisiones de la verdad). Aplicar justicia es promover activamente la construcción de la paz, ya que implica disuadir a futuros líderes de cometer más crímenes y sembrar más violencia.
Sin embargo, para quienes defienden la separación entre paz y justicia, como los diplomáticos, excluir la justicia de los acuerdos de paz es una muestra de prudente moderación, es decir, abstenerse de imponer la justicia en negociaciones sensibles al conflicto. En este sentido, la paz consiste en eliminar los obstáculos morales en las negociaciones o en facilitar el diálogo con los líderes que podrían ser objeto de procesos judiciales. No obstante, el problema con esta postura de moderación es que al minimizar o retrasar la justicia, también se puede alentar a los líderes a actuar por encima de la ley.
Lo que plantea una pregunta crucial: si la ausencia de mecanismos de justicia es necesaria para la transición a la paz y para fomentar la confianza en las negociaciones, ¿cuál debería ser el papel de la justicia en la promoción de una paz y estabilidad duraderas? Como sostengo en el capítulo 6, los líderes sursudaneses han aprendido a beneficiarse de la inestabilidad retrasando la justicia y las elecciones. Sus tácticas dilatorias forman parte de una estrategia más amplia para evitar que el país logre la estabilidad y unidad a largo plazo, lo que pondría en riesgo su supervivencia política. Por ello, la presión de los donantes internacionales sigue siendo fundamental, y la imposición de la justicia y la rendición de cuentas morales es la única solución viable para alcanzar una paz justa.
Aún así, la pregunta persiste: ¿cómo se puede disuadir a los líderes de seguir ejerciendo la misma violencia cuando esa misma violencia les permitió mantenerse en el poder?El desafío, sostengo en el libro, es que Sudán del Sur nunca tuvo la oportunidad de establecer un contrato social que permitiera que el gobierno se moldeara según la voluntad y el consenso del pueblo. El CPA tenía fallos en este sentido, ya que fue un esfuerzo exclusivo de la Troika para establecer un gobierno democráticamente responsable. El hecho de que los líderes nunca fueran formados cívicamente para asumir esta tarea sugiere que nunca dieron su consentimiento voluntario para ser gobernados bajo los términos del CPA.
Luchando por una estabilidad duradera y esquiva
A lo largo de gran parte de su existencia como Estado, Sudán del Sur ha sido manipulado por fuerzas regionales e internacionales. Gran parte del desafío subyacente fue (y sigue siendo) abordar los efectos de sus propios conflictos internos y su arraigada corrupción. Pero en 2023, estalló una guerra civil en Sudán entre las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF).

Los combates causaron graves daños a uno de los dos oleoductos centrales que transportan petróleo desde Sudán del Sur hasta el puerto de Sudán. El oleoducto afectado representa casi el 60 % de los ingresos petroleros de Sudán del Sur, amenazando directamente la capacidad de los líderes sursudaneses para sobrevivir políticamente.
Es fácil olvidar que Sudán del Sur ha estado en guerra durante la mayor parte de su existencia como Estado. Pero también existe la posibilidad de que el país desarrolle sus instituciones y logre la tan esperada justicia que hasta ahora le ha sido esquiva.
En mi libro, propongo una serie de recomendaciones generales para replantear el futuro del país. Una de ellas se centra en fortalecer ciertos sectores de la sociedad civil para que puedan ejercer una presión más activa sobre los líderes. A través de USAID, Estados Unidos ha financiado muchas organizaciones de la sociedad civil dedicadas a mejorar la atención médica, aumentar la eficiencia en el sector agrícola y abordar las causas de las violaciones de derechos humanos. Por su parte, la ONU necesita volver a centrar su enfoque en la consolidación de la paz en lugar de la mera protección de los civiles.
Otra recomendación implica replantear la naturaleza del contrato social del país o, en este caso, hacer que las instituciones sean más resilientes y receptivas a las necesidades del pueblo, poniendo fin a lo que llamo el estado de guerra en el país. La adopción de una nueva constitución permanente que reestructure sus instituciones sigue siendo fundamental en este sentido, ya que busca otorgar al pueblo el poder de finalmente expulsar a sus gobernantes corruptos y hacer justicia.